Para de leer... si podes



El vals del Diablo

Mi nombre es Evan, y estoy a punto de morir. Descartando la última media hora, he tenido una vida muy feliz y he sido afortunado en más de lo que un hombre puede pedirle al Todopoderoso. He sido uno de los pocos aficionados de la música que pudieron ganarse la vida con ella. A pesar de preferir la música clásica, armé una banda de pop en mi adolescencia, tuve trabajos como sonidista, y los últimos ocho años me dediqué a ser profesor de piano. Hace doce años conocí a Lucía, una mujer hecha a medida para mí. En menos de seis meses estábamos casados y ya en espera de Luciano. Hasta hoy, Lucho se encargaba de pasar mis viejos cassettes a las nuevas tecnologías y Lucía cuidaba a Magalí mientras yo me encargaba del sustento económico. Teníamos nuestros problemas como cualquier familia pero por sobre todas las cosas éramos felices. Y nada me daba mayor goce que las caricias de mi mujer, los logros de mi hijo y la sonrisa de mi bebé.
Fue hace una hora cuando mi destino fue invadido por la maldad en estado puro. Lucía esperaba ansiosa que yo termine con mi último alumno. Lo acompañé a la puerta y, mientras me acercaba a ella, noté que escondía algo detrás y me miraba con una sonrisa cómplice. “¿Qué tenés ahí, pícara?” – le pregunté mientras intentaba sacárselo por los costados – “Te acordás las tantas veces que me dijiste cómo extrañás el sonido de la victrola?” – “¡No!” – “Sí… Lo compré en el bazar. Me dijeron que es el último vinilo que tienen”. Quedé estupefacto, contemplando el disco, invadido por la nostalgia. Le di un beso de aquellos a mi mujer y salí corriendo, disco en mano, a buscar mi vieja victrola. La tenía guardada en un ático al que entraba, como mucho, una vez cada dos años.
Una vez que le hube quitado el polvo juntado de trece años sin uso, tomé el disco y por primera vez presté atención a la tapa. Era de un rojo oscuro pero saturado y en letras negras ponía “El Vals del Diablo”. En la parte de atrás, mostraba tener un solo tema, del mismo nombre que el disco y que duraba 28 minutos exactamente. Mientras colocaba la púa escuché que Lucía me gritaba “Vos escuchá el disco nomás que yo me voy a meter en la bañera. Total, la nena duerme.” No le respondí por la ansiedad que me recorría el cuerpo. Me senté en el sillón con las manos en los apoyabrazos, incliné la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, para dejarme llevar por la música.
Comenzó a sonar suavemente un piano en ritmo de vals con acordes menores. Al cabo de unos segundos se agregó un arpa que tocaba una melodía más bien hipnótica y relajante. Luego de un tiempo, mi disfrute se vio interrumpido por un dolor de estómago que se acentuaba cada vez más. Decidí detener el disco para atender este inconveniente, así que me levanté y me acerqué a la victrola. A unos centímetros de la púa, mi mano se detuvo. No entendía qué pasaba, pero de repente todo mi cuerpo estaba paralizado. El arpa se detuvo y se escucharon gritos de agonía que parecían sonar más en mi cabeza que en los parlantes.
Cuando terminaron los gritos se escuchó una música digamos circense y mi cuerpo empezó a moverse al compás. No sabía si estaba soñando o despierto, ya que estaba más que lúcido pero sin control sobre mis músculos. Empecé a subir las escaleras y me dirigí nuevamente al ático. Fue cuando me agaché frente al baúl oxidado que me asusté. No sabía que estaba por hacer pero en ese baúl había sólo una clase de cosas. Lo abrí, tomé la vieja navaja de mi tío y bajé nuevamente las escaleras. Iba a paso lento y seguro, pero por dentro temblaba de miedo. No entendía nada de lo que estaba pasando. Abrí la puerta del baño y quise gritar; gritar de miedo, gritar de impotencia, gritar por auxilio… Corrí bruscamente la cortina y Lucía abrió rápido los ojos: “Ay, me asus-”. No la dejé terminar la frase porque la tomé del cuello y le hundí la cabeza bajo el agua. Estaba desesperado, intentaba constantemente reaccionar del trance pero el control lo tenía la melodía que seguía sonando cada vez con mayor intensidad. Quise desviar la vista, pero ni siquiera mis globos oculares estaban ya bajo mi poder. Estaba desesperado, obligado a seguir mirando cómo se extinguía la vida de mi esposa. Finalmente la saqué del agua y con suma rapidez le clavé la navaja en el ojo, se la quité y le corté la garganta. Abrí la mano y su cuerpo cayó inerte al agua.
No podía siquiera llorar, mis ojos estaban hinchados pero mis lágrimas no salían. Pensé que jamás podría sobrevivir a lo que acaba de hacer. Pero este pensamiento se me fue cuando me di cuenta de que la música seguía sonando, y de que yo seguía moviéndome involuntariamente. Esta vez fue a la cuna que me acercaba, rezándole a Dios que detenga este castigo infundado. Tomé a Magalí del pie con ambas manos y se lo quebré. Ella comenzó a llorar como ningún bebé jamás debería llorar. Luego le quebré el otro pie, siempre apuntando mi vista a lo que estaba haciendo. Le quebré ambos codos y después de un momento de simplemente contemplar el sufrimiento de mi bebé, le abrí el ojo lleno de lágrimas, le clavé la navaja y le corté la garganta.
Pero la melodía seguía sonando, y no estaba aún satisfecha. Así que caminé, luchando aún por intentar despertarme, invadido por sentimientos de dolor, culpa y terror, hacia la habitación de Lucho. “¡Lucho no, por favor, Lucho no!” Pero nadie escuchaba mis plegarias. Lucho dormía inocentemente. Sentía náuseas de pensar qué planes tenía esta música demoníaca con mi Lucho. Al principio no entendía por qué le bajó el pantalón y el calzoncillo, y luego lo sentí. Estaba surgiendo en mí una erección. ¡Dios, cómo quise gritar! Y nada, nada lo detenía. Tuve que verlo todo el tiempo que duró, como mi pene entraba en la inocente cola de mi hijo que sangraba cada vez más. Lucho lloraba con todas sus fuerzas y me gritaba entre sollozos “¡No, papá! ¡Me duele, papá, me duele!” Y yo, no poder contestarle, no poder detenerme… Sentir la eyaculación y como corría mi semen fue el orgasmo de dolor que me produjo todo este calvario. Esta vez me sentí de cierta manera agradecido cuando lo di vuelta y le clavé la navaja en el ojo lloroso y acabé con su sufrimiento con un corte en la garganta.
Me levanté, ya vencido ante el poder de la música, y fui hasta el baño. Me detuve frente al espejo, y cuando mi navaja estaba a un milímetro de mi ojo, la música se detuvo. Inmediatamente caí al suelo. Gritaba, inundado en lágrimas, sólo gritaba y gritaba, ahogándome de a ratos. Finalmente comprendí que sólo me quedaba una misión en este mundo. Sabía lo que tenía que hacer. Me levanté nuevamente frente al espejo, tomé la navaja y abrí grande mi ojo…

FIN

21/02/08
Matías Braun