Tengo Epilepsia

Tengo Epilepsia


Yo tuve una melena inmensa desde los seis hasta los catorce años. Una melena que fue siempre la prueba clara de que por mi sangre cruzó una de esas zacapoaxtlas cuya cabeza puede prolongar su pelo en estambres, pero que sola bastaría para ser un turbante. Crecí oyendo mil elogios a mi pelo infinito hasta que me entró la adolescencia y con ella la urgencia de ponerme al frente de la espantosa moda de los sesentas con un peinado sin chiste y la melena convertida en un casco.

Todavía me estremece pensar en la estulticia con que se decidía un corte de pelo en eso años. Nada a medias. Aún quedaba en el aire la ridícula idea de que el pelo largo había que cortarlo muy corto para no desaprovechar las trenzas que se guardaban en un ropero para cuando fueran necesarias. Quién sabe cuándo las usarían las abuelitas, supongo que harían postizos y pelucas con las que mantener la altura de los peinados de hace un siglo, pero hasta la fecha mis trenzas no han servido de nada. Ahí están, en alguna caja. Ahora las adolescentes se cortan el pelo de la cintura a los hombros o a la nuca o los oídos, sin mayor trámite ni consecuencia y las mechas se quedan en el suelo de la peluquería en donde las barre una escoba cansina. Nadie ve el pelo como un tesoro irreparable. Más que yo, que aún no me recupero del trauma que marcó el deliberado final de mi infancia. Me corté el pelo una tarde cobriza y aún recuerdo las tijeras sobre mi nuca. ¡Qué torpe era aquella peluquera que ahora se llamaría estilista! Me dejó como burro trasquilado. Y yo pasé de ser una niña aplicada a ser una adolescente con el talón de Aquiles en los cabellos. Por eso me asusta siempre el corte de pelo. Siempre me siento bajo las tijeras con la certidumbre de algo esencial perderé. Por eso no me había dado cuenta bien a bien de que si el corte no cambia mucho, lo que sí ha cambiado es la calidad de la melena. Es mucho menos drástica, por no decir más escasa de lo que fue. Y cabello por cabello se adelgazaron todos. ¿Exactamente cuándo? Ni la menor idea. Lo cierto es que por fortuna nadie necesita hacer un postizo con lo que hoy me cortaron, porque no alcanzaría ni para un bisoñé. Tonterías.

Estaba yo tejiendo estas tonterías cuando me llamó mi amiga Guadalupe para contarme que la hija de una comadre suya ha tenido crisis convulsivas en los últimos meses. Tiene diez años. “¿Cómo es su aura?” le pregunté con la autoridad que me otorga haber tenido mi primera crisis convulsiva a los trece años. Hace cuarenta y seis que sobre mi cabeza, loca y cuerda, triste o alegre, escribiendo o cantando, vuela la posible crisis, la siempre inaudita, repentina y voraz epilepsia. Así se llama. Así resumen los médicos la impaciente enfermedad con que vivimos quienes alguna o muchas veces hemos tenido una descarga eléctrica fuera de lugar, haciéndonos parecer, aún para muchos, poseídos por algún demonio.

No me lo dijeron mis padres. Cargaron con eso. Lo padecieron sin explicármelo, llamando “desmayos” a lo que eran sencillamente fallas eléctricas dentro de mi cerebro, bajo mi melena corta, sobre mi empeño de moverme y existir con libertad. No lo supe hasta que encontré la interpretación de un electroencefalograma sobre el escritorio de mi padre, tras su muerte. Se la había llevado a su oficina, para que yo no la viera. Me apenó entonces y aún me apena que hayan sufrido por algo que no era culpa suya. Tampoco mía. Que podía venir de la misma herencia que me dio tanto pelo o de la que me hace entonada, dueña de un buen oído, novia de las palabras. Así hace el azar: impera y ya. Ni modo. No debe haber vergüenza en algo de apariencia tan irremediable como, por fortuna y gracias al siglo veinte, tiene remedio. Nadie debe sufrir como un abismo por algo que puede ser como una pierna rota, como un dolor de estómago, menos grave que una diabetes. Algo que, aún cuando peor es, tiene, ahora, no en el siglo XIV, ni el II ni en el XIX, un remedio huidizo que siempre acaba por alcanzarse vía una o varias medicinas. Benditas drogas buenas, creadas para conectar un acantilado con otro, para hacer puentes, quitar penurias. La amiga de mi amiga está afligida, aún hay en el mundo millones de personas afligidas por este daño que espanta a quienes no lo conocen y aterra a quienes lo ven de cerca creyéndolo más grave de lo que es. La epilepsia se cura o se controla. Doy larga fe, hace rato que la doy. No la ostento sino cuando hace falta. Pero en noches como la de ahora caigo en la cuenta de que hace falta quien diga una vez y otra: no pasa demasiado, no se aflijan, no nieguen, no lo escondan, no se rindan.

Mañana podremos seguir con esto. Hoy, si de algo le sirve a alguien, ponga en su haber que se vive, y se vive con dichas y bajo un sol aún más tibio, cuando se pasa por este mal y se encuentra el remedio. Yo lo encontré. ¿Cuánto trabajo me costó? No me di mucha cuenta, he andado muy ocupada en los tiempos libres, cada vez más largos, que me da esta impaciente, fiel, pero inoportuna enfermedad que tanto enseña. Tanto que no la considero enfermedad sino destino.


Fuente:

http://lacomunidad.elpais.com/puerto-libre/2008/12/17/tengo-epilepsia

(Leanlo) ;)